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Yo era acérrimo perseguidor de los cristianos

Por publicado originalmente en CONOZCA edición 1986.2

Por Anónimo

 

 

Nací en un hogar proletario. Pase mi adolescencia, como es natural, con las familias pobres de nuestro país, trabajando y estudiando. Era un acérrimo católico con ciertas inquietudes e inclinaciones al sacerdocio. A la vez me erguí como un inquieto joven en la lucha estudiantil.

 

Decidí ingresar en un seminario. Pero por fuertes reflexiones de conciencia sobre los acontecimientos y convulsiones políticas en América Latina, me preguntaba cómo era posible estar en un seminario cuando tantos jóvenes se hallaban en la lucha por la justicia social. Así fue que preparé mis maletas y salí de mi casa.

 

Participé en conflictos armados y en otras actividades. Llegué a ser elegido líder de los jóvenes. Pronto llegué a participar en la jefatura política del partido.

 

Mis inquietudes con respecto a la religión desaparecieron. Comencé una nueva etapa y llegué a mirar la vida de otra manera. Analizaba la religión como fenómeno social con fuertes influencias de alienación y de opio del pueblo. Eso era natural para un joven que se había convencido de la inmoralidad e hipocresía de aquellos que predicaban un evangelio falso. Así me integré al cuerpo de enemigos acérrimos del cristianismo, y sobre todo de los evangélicos, quienes presentaban un testimonio más convincente de su doctrina. Los observaba como aliados de la CIA. Desde esta posición me sentía con más confianza de propagar las ideas materialistas y contrarrestar a los idealistas, como catalogaba yo a los cristianos.

 

Adquirí los vicios del alcohol y la marihuana. Las consecuencias de estos vicios no demoraron en verse.

 

Llegué a estar a punto de separarme de la madre de mis hijos y de dejarlos abandonados para siempre.

 

Sucedió que murió un cuñado mío, hecho que condujo a la familia de mi esposa a la búsqueda de Dios; un Dios al cual yo desconocía, y no sólo eso, sino que combatía. Mi esposa un día me invitó a acompañarla a una campaña evangélica. A tal atrevimiento lo llamé necedad. Le pregunté si estaba loca. Le recordé que yo no creía en esas cuestiones. Además, mi responsabilidad política no me permitía andar en esas actividades. Pero, por su estado de ánimo debido a la pérdida de su hermano, accedí.

 

El culto no me llamó en absoluto la atención. Más bien, me convencí de que había que combatir a estos evangélicos fanáticos, que lo que hacían con esas enseñanzas era: apaciguar y adormecer la conciencia de la gente.

 

Mi esposa seguía insistiendo en que la acompañara a los cultos. Me parecía absurdo, pero lo hacía por complacerla. Luego me invitó a una confraternidad que había de realizarse en otra ciudad. Para no defraudarla, decidí ir. Dieron una conferencia sobre el matrimonio, en la que pude participar con mis conocimientos teóricos.

 

Por la noche se realizó el primer culto en el cual permanecí de curioso hasta que me dio sueño. Observé cómo esa gente no se cansaba de alabar a su Dios. Empecé a preguntarme si existía Dios o no. Esa gente humilde parecía sentirlo a Él.

 

A mi derecha estaba mi esposa y a mi izquierda uno de mis cuñados. Nos dijeron que nos tomáramos de las manos para alabar a Dios más solemnemente. Empezaron a cantar un coro suave y después oraron. Empecé a sentir algo. Fui levantando las manos poco a poco y así empecé a alabar a Dios. Sentía sólo un temblor en el cuerpo, algo sobrenatural. Naturalmente no me explicaba de dónde procedía ese temblor. Mi esposa se sorprendió y empezó a dar gracias a Dios.

 

Cuando veníamos de regreso el día siguiente, un primo de mi esposa se quedó muerto ahí en el camión en que veníamos. Vi que todos los hermanos se pusieron a orar, pero desconociendo lo que es la fe, les dije: “¡Este muchacho está muerto!”

 

Allí delante de mis ojos, sin embargo, Dios realizó el milagro. El muchacho empezó a volver en sí y yo no daba crédito de que hacía un momento estaba muerto y ahora lo miraba vivo.

 

Volví a mi trabajo donde me sentía muy extraño. No quería fumar, y eso que acostumbraba fumarme paquete y medio de cigarrillos diariamente. No desee tomar un solo trago de licor, al extremo de que me interrogaba y cuestionaba interiormente, tratando de darles a mis cambios una explicación racional o lógica, como es de esperarse de un materialista. Pero en mi interior algo me decía que mi cambio provenía de esa confraternidad de hermanos humildes. No quería aceptarlo.

 

Iba a mi hogar cada fin de semana. Ese día cuando llegue mi esposa me dijo: “Vamos al culto.”

 

Fue una invitación como si la hubiera estado esperando. Ya en el culto sentí la necesidad de pasar adelante y dije: “Bueno, hermanos, en esta noche doy un plazo de un mes para ver si esto que siento proviene de Dios.”

 

Al siguiente fin de semana fui con mi esposa al culto. Algo raro me pasaba. Era como si yo estuviera mirándome a mí mismo. Frente al altar comencé a llorar como un niño. Vi que yo aceptaba a Cristo, su misericordia, su amor. Le decía a mis hermanos y a mí mismo: “¿Quién soy yo para ponerle un plazo a este Ser tan extraordinario?”

 

Esta nueva situación de mi vida me puso a reflexionar sobre mi trabajo. Decidí simple y llanamente no volver a este. Solo con el poder y la fuerza de Cristo pude lograrlo. Fui sometido a investigaciones y hostigamientos verbales.

 

Mi familia recibió un fuerte golpe al darse cuenta de mi cambio. Después de ser un defensor de la filosofía materialista, pasar a ser un defensor de la doctrina que para ellos significa convertirse en un idealista es algo que pudiera ocasionarme dificultades. Sin embargo, tendrán que aceptarlo.

 

Si vencí esta prueba, venceré las que vengan porque Cristo va delante de mí

 

Por motivos obvios no se da a conocer el nombre del autor. Su pastor confirma la veracidad de los hechos narrados.

 

Anónimo


 

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