Por Jorge Canto
Y los tomó José a ambos, Efraín a su derecha, a la izquierda de Israel, y Manasés a su izquierda, a la derecha de Israel; y los acercó a él. Entonces Israel extendió su mano derecha, y la puso sobre la cabeza de Efraín, que era el menor, y su mano izquierda sobre la cabeza de Manasés, colocando así sus manos adrede, aunque Manasés era el primogénito…
Pero viendo José que su padre ponía la mano derecha sobre la cabeza de Efraín, le causó esto disgusto; y asió la mano de su padre, para cambiarla de la cabeza de Efraín a la cabeza de Manasés. Y dijo José a su padre: No así, padre mío, porque éste es el primogénito; pon tu mano derecha sobre su cabeza.
Mas su padre no quiso, y dijo: Lo sé, hijo mío, lo sé; también él vendrá a ser un pueblo, y será también engrandecido; pero su hermano menor será más grande que él, y su descendencia formará multitud de naciones. (Génesis 48:13-18)
Enric Genescà, en su libro Los retos de la empresa familiar ante la globalización de los mercados nos dice algo que pudiera ser bien aplicable a la iglesia hoy día:
Según las previsiones de la Comisión Europea, en Europa, un millón de empresas pueden desaparecer a causa de la falta de preparación de su transmisión, poniendo en peligro, de ese modo, la pérdida de puestos de trabajo… En efecto, fuentes de la Unión Europea estiman que en los próximos diez años realizarán la transición generacional cinco millones de empresas en Europa, y, según nos dice la propia Comunidad, un 20% no lograrán superarla. Y es que en el relevo generacional es cuando se ha de afrontar el reto de su supervivencia, ya que en definitiva han de hacer frente a un cambio que conlleva dos aspectos que suelen coincidir en el tiempo: superar el cambio de líder empresarial y la estructura que le rodea, y además ser capaces de adaptarse a un medio competitivo cada vez más cambiante en el que los ciclos de vida de los productos se acortan.1
En un artículo llamado “Crisis en las iglesias Evangélicas” el investigador Guillermo Green muestra un panorama muy preocupante en torno a las iglesias evangélicas y lo que sucede con el cambio generacional, las siguientes estadísticas son bastante perturbadoras:
Existe más y más evidencia de que muchas personas no sólo dejan de practicar su fe evangélica, sino que salen del todo del protestantismo. Bowen encontró que en Latinoamérica un 43% de aquellas personas que fueron criadas en iglesias protestantes ya no son protestantes como adultos. Encontró que 68% de los que fueron bautizados en iglesias protestantes en México en los años 80, para el año 1990 habían salido. Se estima que las mismas cifras se darían en otros países. Lo que estamos viendo es que mientras las personas siguen ‘convirtiéndose’, también desertan a la Iglesia.2
Muchos creyentes protestantes salen de la iglesia evangélica para no practicar ninguna religión:
Una encuesta cuidadosa realizada por Steigenga en Costa Rica y Guatemala encontró que un gran porcentaje de lo que hoy afirman no tener religión habían formado parte de grupos evangélicos. El 57% dijeron que habían experimentado una sanidad milagrosa… 37% dijeron que habían experimentado una conversión personal. Y 13% dijeron que habían hablado en lenguas. Un 12% de la población en Guatemala dicen no tener afiliación religiosa. En México Bowen encontró que de las personas criadas en hogares evangélicos un 43% ya no se identificaban con ninguna religión. Lo mismo se presentó en Guatemala y Costa Rica. Muchas personas salen de las iglesias evangélicas para ser ‘nada’ en términos religiosos.3
Es impresionante y preocupante lo que se puede ver de una generación a otra tanto en lo social como en el marco de la iglesia evangélica. El fenómeno, por si fuera poco, no parece ser aislado ya que en otros países de Latinoamérica no existen los suficientes datos para encontrar la tendencia poblacional evangélica y su posible deserción o cimentación en las iglesias pentecostales debido, primordialmente, a la falta de cultura de recopilación de datos y estadísticas, pero si uno quiere ser realista, y no pesimista, la tendencia también es amenazante en esos países.
La Biblia nos muestra que algo similar sucedió con el pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. Efectivamente, los abuelos de los jóvenes en la época de Malaquías, el profeta contemporáneo de Nehemías, anhelaban regresar a Jerusalén a levantar los muros y ofrecer sacrificios en el templo santo de Dios. Luego, los hijos de aquellos levantaron el santuario, reorganizaron las ofrendas y los levitas servían a Dios, pero los nietos de esa generación, la tercera, se aburrían de servir al Señor al grado de quejarse de su ministerio con expresiones tales como: “¡Oh, qué fastidio es esto!” (Mal. 1:13).
Además de esto, ¿cuánto valoran los hijos el legado de los padres? Los jóvenes contemporáneos de Malaquías no tenían idea de lo que sus abuelos habían sufrido en Babilonia, y las historias parecían muy alejadas de lo que ellos consideraban importante. Así, entonces, la misma historia de Israel nos muestra con eficiente claridad lo que se necesita saber sobre legados contemporáneos.
Los legados son menospreciables para unos, pero valiosos para otros. Existen curiosos casos como los famosos hijos de Elí que vivían del legado, pero lo aborrecían o cuando menos lo menospreciaban. Casos como el de Isaac bendiciendo equivocadamente a Jacob, donde este “usurpador” se robó la primogenitura, pero, luego, al cabo de los años lo podemos mirar bendiciendo correctamente a sus nietos Manasés y a Efraín aún en contra del gusto de su predilecto hijo José. ¿En qué consiste esta subjetividad?
También tenemos a Moisés, gran caudillo de Israel, quien decidió trasladar la bendición y la responsabilidad a Josué, hijo de Nun y no a sus hijos. ¿Cómo identificar a quién darle el legado? ¿Existe una regla que se pueda seguir? Sin embargo, Dios, quien ama a todos, en su eterna sabiduría pareciera ayudarnos y siempre busca intervenir para salvaguardar a sus hijos, de otro modo, todo estaría perdido. El legado es valioso, y cada generación debe entender lo que ello significa, y así no perder lo que por tanto tiempo se ha luchado.
Hoy, se nota una brecha que afecta al mundo contemporáneo cristiano. Los fundadores crecieron como gente perdida en el pecado y que desconocía la Palabra. Vivían “como querían”, pero cuando conocieron a Cristo todo cambió y tanto ellos como otros pudieron notar el contraste entre el Viejo Hombre y el Nuevo. Estos creyentes se acuerdan de la fecha de su conversión y dan gracias a Dios por ello, pero los nuevos creyentes de hoy, los que crecieron en las congregaciones, prácticamente nacieron en un templo y no saben la fecha de su conversión, si es que ello ha ocurrido.
Muchos jóvenes que llenan la iglesia del siglo XXI no parecen saber lo que es un contraste entre lo viejo y lo nuevo pues crecieron entre Escuela Dominical y las Escuelitas de Verano. Alguno de ellos se aburren de su legado evangélico, no pretenden evangelizar a nadie ni entregarse al servicio con profundidad, hay quien denomina a esta clase de gente como “cristianos de Tercera Generación”, no por su progenie en sí, sino por la desidiosa actitud frente a la fe.
Entonces existen dos brechas, las de los viejos y la de los nuevos, la del Himnario de Gloria y Triunfo y la de la Alabanza y la Adoración. A ambas generaciones ama Dios y a ambas envía Dios a ganar al mundo perdido.
Entre los que son viejos y los que son jóvenes en nuestras iglesias puede llegar a existir dos falacias peligrosas que hay considerar en este punto:
- Que los jóvenes digan a los antiguos: “Ya es hora, retírate, estás viejo”
- Que de los viejos digan a los jóvenes: “Todavía no es tu tiempo, estás muy joven”
Estas falacias pueden ser desbaratadas fácilmente con ejemplos de servicio en ambos polos de la edad. Los viejos como Moisés que tenía ochenta años cuando fue llamado (Éxodo 7:7) o los jóvenes como Samuel que quizá sólo tenía ocho años cuando fue llamado (1 Samuel 1:22). Pero en algunas congregaciones se hiere a los ancianos o se lastima a los jóvenes, hay que cuidar el legado generacional.
El ejemplo de Isaac, Jacob, José, Manasés y Efraín es grandioso. Nos muestra cómo alguien, como Jacob, quiere el legado y lo hurta, pero con los años, se da cuenta que esa bendición era su verdadera herencia, su legado (Génesis 25:23) algo que se había profetizado. Cuando el creyente que ama a Dios invoca su nombre se da cuenta de algo, debe pelear por su legado, pero a buena ley, ya que al final será coronado con la bendición, pero, así como no debe menospreciarla como Esaú (Gen. 25:34), tampoco debe mancharla con las artimañas de la carne o truhanería como Jacob.
Los años hicieron al patriarca Israel entender los métodos de Dios, así que cuando estuvo a punto de morir en Egipto les entregaría a sus nietos el legado que, efectivamente, era originalmente suyo, pero que terminó por robarle a su padre Isaac. Ahora, aprendida la lección, Jacob no fuerza el legado, sabe que Dios ha determinado algo y cruzando los brazos puso la mano derecha en la cabeza del hijo menor de José, Efraín, y la izquierda sobre la testa del hijo mayor de José, Manasés, en clara muestra de quién sería mayor.
Respecto al momento de recibir y de dar la bendición generacional debemos conocer cuál será ese momento para nosotros, no antes, no después pero, sobre todo, aceptar el momento de la transmisión de este.
Dice Ernesto Trenchard en su obra “El Libro de Génesis” respecto a este punto:
Cada siervo de Dios sirve a su generación y, transcurrido un tiempo, llega al fin de su misión en la tierra; pero Dios sigue obrando por medio de nuevos instrumentos que Él levanta frente a nuevas necesidades. Son impresionantes las palabras de Jacob ante José: «Yo me muero, pero Dios estará con vosotros.» Lo estaría a lo largo de años, de siglos sin fin. Y en un momento por Él mismo determinado el Israel esclavizado en Egipto viviría la gloriosa experiencia del éxodo: «…y os hará volver a la tierra de vuestros padres.».4
Si no comprendemos nuestros tiempos podemos estar desechados o no sintonizados con Dios. En su momento, Isaac no lo comprendió, pues queriendo bendecir a quien fuera su favorito quería imponer las manos sobre Esaú. Jacob, en su momento del pasaje de Génesis no contó con la comprensión de su hijo favorito José, quien quería que la bendición fuera para Manasés, el primogénito.
Seguramente a Esaú no le pareció nada gracioso que su hermano se llevara la bendición de Isaac, y eso que ya se había profetizado (Génesis 25:23). A pesar de que Esaú se quedó con todos los valores materiales de su padre (oro, plata, tiendas, siervos, camellos) estaba iracundo, puesto que sabía, o al menos eso daba a entender, que la mejor parte era el legado.
A José no le pareció gracioso que Israel pusiera la mano derecha sobre el joven Efraín, incluso sostuvo fuertemente la mano de su padre para cambiarla de sitio, no estaba conforme. Pero era la voluntad de Dios. Muchos pretenden forzar la mano de Dios a una dirección que les conviene, la falta de humildad los lleva a pretender hacerle al Señor como el genio de la lámpara el cual debe cumplir cada capricho del amo, esto es imposible.
No debemos ser mal ejemplo a las siguientes generaciones, debemos entregar el legado a alguien, pero si estamos de orgullosos o desobedientes nadie nos podría parecer suficientemente digno y no estaremos dispuestos a ceder. El Señor manda heredar el legado. Es deber de algunos de entregarlo, es deber de otros recibirlo y apreciarlo.
Jacob era un experto en tretas, pero tuvo que cambiar, ahora ya no robaba ni forzaba la bendición, no cometió el error que cometió su padre Isaac, pues ahora Israel hizo lo correcto. ¿Qué lo cambió?, tener un suegro más truhan que uno mismo cambia a cualquiera. El roce constante con su suegro, y con la ayuda de Dios lograron el cambio, al grado que Israel ya valoraba el legado, ya sabía cuidarlo, ya entendía que debería transmitirlo bien pero, sobre todo, ya obedecía el mandato de Dios para entregarlo a la persona adecuada.
No siempre tenemos en el corazón la posibilidad de abrir el campo a los demás, sobre todo, cuando sentimos que perdemos influencia. ¿Qué le pasó a profeta Samuel? Se enojó porque elegían a un rey y él sintió que a quien desplazaban era a él mismo, pero Dios le dijo: “no te desechan a ti, sino a mí” (1 Samuel 8:7). ¡Qué pena! Samuel estaba molesto porque su transición personal se veía amenazada pues quería dejarles la bendición a sus dos hijos que, por cierto, eran unos malos hombres (1 Samuel 8:3). Esto es lo que se puede llamar el “síndrome de Samuel” es decir, atribuir a Dios la amargura que uno siente disfrazándola de un aparente celo santo.
Como se aprecia en los pasajes bíblicos anteriores no se trata de dar por dar, se requiere verdadera dirección de Dios para hacer lo que nos corresponde en abrir campo a otros y garantizar la continuidad del trabajo que se está realizando.
Se requiere humildad pues el hecho de entregar lo que tanto hemos luchado por construir no es fácil, además, el otorgarles a otros para que al final tengan más que nosotros mismos, tanto en lo económico, espiritual no debe ser impedimento para obedecer y ser buenos transmisores de bendición.
Se requiere fe. Lo que miramos con los ojos quizá no sea de nuestro agrado. No agradó a José lo que su padre hizo, pero tarde o temprano lo habría de hacer, lo habrían de obedecer a la buena o a la mala. Que Dios no nos halle endurecidos sino listos para continuar con la obediencia al trabajo.
Pero se requiere otorgar un legado antes de que sea demasiado tarde pues ¿qué le dejo a alguien si yo mismo ya no tengo nada? Quizá, con el tiempo, vaya quedando de nosotros solamente un recuerdo vago, borroso, inexistente. El gozo dio paso a la amargura y el ánimo al desaliento. Muchos terminan con rencor en el corazón cuando deberían de ser felices, la obediencia es la diferencia entre un final u otro.
Observemos una gran verdad sobre dos hermosos lagos en Palestina, son tanto el mar de Galilea como el mar de Hule (o mar Antiguo), ambos están llenos de vida. Ahora miremos al sur, en Judá, al Mar Muerto, sin un solo pez en sus aguas. La diferencia es que los dos lagos anteriores otorgan sus aguas, las comparten. El Jordán abreva de ellos y lleva sus corrientes a bendecir a su paso. El Mar Muerto no da nada, su agua es sólo suya, y de nadie más. Su egoísmo es precisamente la causa de su muerte, no le dio a nadie nada y por eso murió con lo que amaba, pero murió.
Que el Espíritu Santo nos siga bendiciendo como antaño y que las nuevas descendencias también reciban su propia visitación. Si no comenzamos a influir a nuestra propia generación pronto estaremos fuera, pero con daños colaterales, y sin embargo y a nuestro pesar, Dios cruzará los brazos como él quiera y otros entrarán a nuestras labores, tal como le pasó a Israel.
Se puede disminuir la deserción de nuestras congregaciones con ejemplos dignos, con patriarcas de fe, con longevo ministerio pero que ayuden a otros a continuar en la lucha. Cada antiguo caudillo del liderazgo, magisterio y ministerio tiene un legado único y maravilloso. Detectar, reclutar y preparar a otros para la obra es primordial, pero entregarles el legado será lo que transmita la misma línea de bendición para la siguiente generación. Cada uno debe entender que no importa si esa bendición es de la mano derecha o de la izquierda, es un legado que viene desde el cielo para influir en un mundo que perece.
Al final quizá se cuente de nuestra vida como una remembranza de la ceguera de Isaac, que fue tanto física como espiritual, algo triste que se pudo evitar, pero si somos generosos y sabios nuestro crepúsculo será comparado con el de Jacob, y concluyamos con una sincera y sabia sonrisa en los labios expresando firmemente al igual que el patriarca: “Lo sé, hijo mío, lo sé”.