Por Jose M. Saucedo Valenciano
Hace ya tres años que mi señor padre, don José T. Saucedo Ortiz, partió de esta tierra hacia las moradas eternas. Se fue a la edad de 82 años aproximadamente. Tuve la fortuna de disfrutarlo por más de cuatro décadas. Miles de recuerdos están archivados en mi memoria. Era un hombre que inspiraba respeto, honra y honor. Trabajador incansable, nunca dejó de esforzarse por ser productivo en la vida. Su personalidad era grata. Le gustaba jugar con las palabras y los retruécanos, los calambures, los refranes y las anécdotas nos removían el aposento de los sesos para captar el sentido de lo que nos quería enseñar. Masticaba algo de inglés y disfrutaba al presumir sus frases que traía de los Estados Unidos después de las temporadas que laboraba en aquel país.
La presencia de papá en casa nos daba sensación de seguridad. Aportaba instrucción, corrección y regaños, incluso castigos cuando era necesario. Nos inculcó la reverencia al Creador, aunque no teníamos fe expresa. Nos infundió el principio de la honra a los mayores y a las autoridades, la lealtad a la familia y a los amigos, y nos hizo valorar el trabajo honorable. Sobre todo, nos dio ejemplo de nobleza y generosidad.
No puedo dejar de agradecer al cielo la bendición de contar con mi padre. Puedo pensar en la paternidad de Dios desde mi experiencia con mi progenitor. En no pocas ocasiones, siento que el Creador me habla o se revela a mí con las expresiones exactas que hubiese empleado don José.
Por otra parte, hace casi veintitres años yo mismo me estrené como padre, con la llegada de Pepito. Luego mi experiencia se enriqueció con mi Princesa Mariely, y el remate casi de locura sucedió con mi Stephanie. Con el primogénito se me despertó el instinto protector y la necesidad de ser prudencial y exhaustivo en mi labor de instructor y guía de mi niño. Las niñas me extrajeron una capacidad de amar de manera insospechada y una ternura que me hace volcarme en besos, caricias, abrazos y mil expresiones de cariño inagotable. Siento el peso de la responsabilidad y me esfuerzo por brindarles el mejor de los tratos, procurarles el más noble entorno y ofrecerles una probadita, aunque sea minúscula, de la delicia del amor divino para los tres. Ya con un joven y dos adolescentes he tenido que enfrentar dificultades y situaciones en las cuales el amor ha tomado formas diversas, y siempre ha sido el motor para luchar a morir por el bienestar de la familia. Sin duda, mis retoños revolucionaron mi teología.
Y no puedo dejar de pensar que si un hombre imperfecto y limitado como yo se muere en la raya por sus hijos, cuánto más inmenso debe ser el amor del Padre celestial, perfecto, sabio y amoroso que por salvarnos quiso entregar a su bendito Unigénito para darnos salvación.
Enfoquemos, pues, al Dios y Padre, Creador y Sustentador del Universo. Hablemos ahora del que dirige el curso del mundo y hace que todo concurse hacia la meta gloriosa de su plan de redención. Bebamos de la fuente de la verdad inspirada para tomar de ella los principios sobre la doctrina de la paternidad divina.
Dios es espíritu eterno, invisible, infinito, incorpóreo e inmaterial. Por lo mismo es asexual, es decir no tiene cuerpo humano ni propiedades físicas a la manera de los hijos de Adán. Estrictamente hablando no es varón ni mujer, y está por encima de las clasificaciones de masculino o femenino. Sin embargo, para revelarse a las personas de carne y hueso tuvo que utilizar lenguaje analógico a fin de que su ser y sus virtudes y perfecciones fuesen asequibles para el entendimiento de los mortales. Entonces encontramos, desde el primer el Génesis hasta el Apocalipsis, y desde el primer Adán hasta el postrer Adán, que la manifestación divina llegó a la tierra con expresiones que presentan al Creador como Padre.
La fuerza de toda la expresión de Moisés, los Profetas, los Salmos, los Evangelios y el resto de los documentos inspirados revela el factor de la paternidad divina.
En el Antiguo Testamento encontramos citas como 2 Samuel 7:14; 1 Crónicas 17:13; 22:10; 29:10; Salmos 68:5; 89:26; 103:13; Proverbios 3:12; Isaías 9:6; 63:16; 64:8; Jeremías 3:4, 19; 31:9; Malaquías 1:6; 2:10. Todas hacen referencia a Dios como Padre.
En el Nuevo Testamento se multiplican exponencialmente las alusiones a la paternidad divina. Esto por la doctrina del Señor Jesucristo, que puso en relieve esta cualidad divina de dador, sustentador, ordenador y rector de la vida humana. En forma especial se habla de los y las creyentes como hijos adoptados del Creador. Y de manera especialísima en Jesús de Nazareth, el Mesías Salvador, quien es el Unigénito del Padre.
Mateo es un campeón de las citas de la paternidad divina, casi todas con expresiones doctrinales y experienciales de los labios del Maestro de Galilea. Más de cuarenta textos que incluyen una referencia a Dios como Padre. 5:16, 45, 48; 6:1, 4, 6, 8, 9, 14, 15, 18, 26, 32; 7:11, 21; 8:21; 10:20, 21, 25, 29, 32, 33; 11:25, 26, 27; 13:43; 15:13; 16:17, 27; 18:4, 19, 35; 20:23; 23:9; 24:36; 25:34; 26:29, 39, 42, 53; 28:19.
Marcos y Lucas son los que menos citas de la paternidad contienen. Pero de ninguna manera dejan de ser significativas las alusiones. 8:38; 11:25, 26; 13:32; 14:36; Lucas 2:49; 6:36; 9:26; 10:21, 22; 11:2, 13; 12:30, 32; 22:42; 23:34, 46, 49.
El apóstol amado es el supercampeón de la teología de la paternidad divina. Supera el centenar de alusiones en su contenido narrativo. Casi no existen los pasajes que no exhiba la relación filial esencial entre el Creador del Universo y el Unigénito que está en el seno del Padre. Y raya en lo sublime cuando expresa la facultad otorgada a los creyentes en Jesucristo de tener vida eterna y ser elevados al estatus de hijos de Dios. Juan 1:14, 18; 2:16; 3:35; 4:21, 23; 5:17,18, 19, 20, 21, 22, 23, 26, 30, 36, 37, 43, 45; 6:27, 32, 37, 39, 44, 45, 46, 57, 65; 8:16, 18, 19, 27, 28, 29, 38, 49, 54; 10:15, 17, 18, 25, 29, 30, 32, 36, 37, 38; 11:41; 12:26, 27, 28, 49, 50; 13:1, 3; 14:2, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 16, 20, 21, 23, 24, 26, 28, 31; 15:1, 8, 9, 10, 15, 16, 23, 24, 26; 16:3, 10, 15, 16, 17, 23, 25, 26, 27, 28, 32; 17:1, 5, 11, 21, 24, 25; 18:11; 20:17, 21.
La doctrina apostólica inspirada en todos los libros restantes del Nuevo Testamento corrobora y reproduce la doctrina de Jesucristo sobre la paternidad divina. Así encontramos abundancia de pasajes que presentan al Creador como Padre desde los Hechos, pasando por las epístolas y abarcando hasta el Apocalipsis. Hechos 1:4, 7; 2:33; Romanos 1:7; 6:4; 8:15; 15:6; 1 Corintios 1:3; 8:6; 15:24; 2 Corintios 1:2, 3; 6:18; 11:31; Gálatas 1:1, 3, 4; 4:6; Efesios 1:2, 3, 17; 2:18; 3:14; 4:6; 5:20; 6:23; Filipenses 1:2; 2:11; 4:20; Colosenses 1:2, 3, 12, 19; 2:2; 3:17; 1 Tesalonicenses 1:1, 3; 3:11, 13; 2 Tesalonicenses 1:1, 2; 2:16; 1 Timoteo 1:2; 2 Timoteo 1:2; Tito 1:4; Filemón 3; Hebreos 1:5; 12:9; Santiago 1:17, 27; 3:9; 1 Pedro 1:3, 17; 2 Pedro 1:17; 1 Juan 1:2, 3; 2:1, 13; 2:15, 16, 22, 23, 24; 3:1; 4:14; 2 Juan 3, 4, 9; Judas 1, 6; Apocalipsis 1:6; 2:27; 3:5, 21.
Solamente forzando los textos, violentando los pasajes y añadiendo sentido que no contienen las expresiones de la Escritura, mediante eiségesis aberrante, se puede hablar de maternidad divina en la Biblia. Esto no tiene que ver con meros asuntos de género, de promoción de cultura machista o feminista, ni con la perpetuación de un dominio cultural masculinista. Es más bien cuestión de honrar la revelación propia de la divinidad en la historia y la inspiración de la palabra inspirada por el Espíritu Santo. Se trata de respetar la doctrina de los profetas y los apóstoles, la del Mesías Salvador y la de los santos hombres y mujeres de Dios que transmitieron la verdad de la salvación tal y como la recibieron. Si nos atenemos a un estudio serio de los pasajes vetero y nuevotestamentarios, si leemos sin prejuicios ni precomprensiones que nos obnubilen el entendimiento, y si analizamos mediante una metodología exegética sobria no cabe la deducción de una diosa creadora del universo, una redentora o una dama Espíritu Santo.
Si dejamos que el texto bíblico nos enseñe, escuchamos hablar a los profetas y los apóstoles, y nos sentamos a los pies del Máster Jesús de Nazareth, nuestros sentidos captarán claro, preciso y fuerte que el Creador es Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo y que es aquél por el cual nuestro espíritu clama ¡Abba! Tenemos en este Ser supremo los beneficios de la paternidad sublime. De él proviene nuestra vida, es él quien nos sustenta, por medio de su Hijo Unigénito nos otorga eternidad y por su Espíritu nos dirige constantemente por el camino hacia la gloria.