Por Edgardo Muñoz
ASEGURAN LOS ANTROPOLOGOS que los primitivos descendientes de Adán eran de costumbres nómadas. Los cambios de condiciones en el hábitat de nuestros antepasados los empujaban a la búsqueda de nuevos horizontes en los que mejorara la caza, el clima o la recolección de vegetales.
Con el tiempo, el cautiverio y domesticación de algunos seres vivos como así también la diseminación manual de las semillas, ahorraron cierto trabajo al hombre. Así fue que cada uno trazó sus límites, y sin moverse de su territorio, obtuvo excelentes recursos para la subsistencia.
Las costumbres sedentarias se impusieron finalmente. Las grandes empresas quedaron arraigadas con cemento a un lugar fijo. El término “aquí” adquirió mayor preponderancia mientras que el “allá” quedó para los aventureros y audaces por un lado, y para los dependientes y necesitados por el otro.
La empresa de la educación no quedó exenta de esta modalidad. Los maestros levantaron edificios. Los discípulos los debían ocupar. Tal fue el énfasis de este estilo que las sinagogas lo adoptaron.
Pero cuando el Señor entró en escena, rompió con la costumbre y llevó la enseñanza a diferentes rincones. Los apóstoles, como verdaderos discípulos de Jesús, llegaron a lugares más remotos con la verdad. Poco después de la proscripción la iglesia, los templos cristianos retomaron la enseñanza sedentaria.
Sin menoscabar la importancia de las instituciones cristianas, debemos reconocer que la “educación sedentaria” teje una red cuyas aberturas dejan pasar oportunidades valiosas. Concentrar la enseñanza en un edificio contribuye a una buena economía de los que la ofrecen. Pero los que son objeto de la instrucción son los que a veces deben hacer la mayor parte del esfuerzo.
Obtener el dinero para viajar, dejar provisiones para los que quedan, pagar los gastos del estudio mismo y otros sacrificios son el común denominador de aquellos que en búsqueda de la superación, emprenden la aventura.
Una imperceptible minoría se atrevía a ello en Latinoamérica. ¿Quién podía acceder al perfeccionamiento que sólo el Norte ofrecía? ¿Cómo esperar a tres o cuatro generaciones más de evangélicos para que en el propio suelo se levantaran institutos superiores de la Palabra?
En los años sesenta, el Espíritu de Dios inquietó a pastores que querían seguir preparándose, y a maestros para llevar la enseñanza a los rincones de las Américas. No se pensó en la economía de la institución sino en las necesidades de los ministros. ¡Vayamos! ¡Llevemos! ¡Demos!
Así fue la consigna que se gestó. Ante esta iniciativa se vio la participación autóctona en la toma de decisiones…Y así nacieron ISUM, y años más tarde la Facultad de Teología.
En nuestros días, alrededor de diez seminarios anuales son trasladados a distintas regiones del sur ycentro de América. Los edificios, que son producto de la generosidad de los anfitriones, se transforman en circunstancias donde lo trascendente es la experiencia educativa.
¡Cómo se hubiera querido que cada país y ciudad tuviesen su propio seminario de ISUM o Facultad! Pero las limitaciones económicas, de tiempo y personal, hicieron que fuera necesaria la participación de dos a cuatro países por evento, y así enriquecer a cada seminario con vivencias y “sabor” internacional.
Este tipo de encuentro es semejante a la tarea de polinización que las abejas realizan. Una flor es fecundada con polen de otra muy distante, y la combinatoria de propiedades se vuelve infinita. Los ministros que viajan de diferentes partes dan su polen y reciben el de otros, para regresar cada uno con una nueva fragancia.
A las puertas de siglo XXI, Latinoamérica alcanza su cuarta y quinta generación de creyentes. Y con este record, cada vez se puede viajar más cerca para superarse.
En estos próximos lustros, cada región tendrá sus propios seminarios, con sus propios maestros, y también sus propios recursos. Pero el espíritu de los pioneros en la materia seguirá quemando nuestras almas para que ninguna de estas dos instituciones llegue a ser “educación sedentaria”. E.M.