Por Ramón Taveras
Soy libro. Cierto día oí: “Triste es la historia del libro prestado, a veces perdido y siempre estropeado”. Quizás por mis años de mozo no entendí esa declaración, pero ahora que soy viejo sí la entiendo y le contaré por qué.
Cuando salí a luz, el primero en acariciarme y leerme fue mi autor. Los medios de comunicación se referían a mí con entusiasmo y veneración. Fui experto en sacar de apuros. Di las informaciones que mis lectores buscaban en mí. Ayude a todos. La felicidad me cobijaba.
Mi descenso se originó cuando un amigo de mi amo, me buscó prestado. Al tomarme sentí sus manos sudadas, lo que considere un presagio. Llegamos a su casa. Con albricias me enseñó a su esposa, la que no cuidó de lavar sus manos grasosas antes de tocar mis limpias páginas. Mi viacrucis se extendió, pues dejándome en alcance de un infante, rodé y rodé. Al fin me faltó la cubierta, perdí hojas y otras se rompieron.
Mi amo posee una gran biblioteca, y cada día le llegan nuevos libros, razón por la cual se olvido de mí. Un día necesitó una información que yo poseo y eso le hizo recordarme. Me buscó. Cuando me vio, no me conoció. Sin mediar palabras retornó a su hogar.
‑Libro,-dijo‑, perdóname por esas lágrimas que de mis ojos te han caído. Prometo arreglarte y nunca más prestarte.