Por Judith Bartel de Graner
Palabras y manos que bendicen:
Los historiadores colombianos denominaron esa etapa de gran conflicto político simplemente como “La Violencia”. Comenzó en abril de 1948 entre partidos políticos y se estima que cobró la vida de 500.000 colombianos.
Mis padres llegaron a Colombia como misioneros en noviembre de ese año, cuando yo tenía dos años de edad. Vivíamos en una casona rural cerca del pueblo de La Cumbre, Valle. Allí, como en muchas partes de Colombia en esos tiempos, se recrudecían las amenazas y matanzas entre los compatriotas que se odiaban entre sí.
Un día, oímos los gritos desesperanzados de varias mujeres que pasaban frente a nuestra casa. Ya había cumplido yo cuatro años y podía captar en parte el peligro que nos rodeaba. Corrí con mi padre hacia el portón principal del antejardín para ver qué pasaba. Un camión abierto subía con los cuerpos de unos seis jóvenes, y las madres seguían detrás sólo queriendo abrazar el cuerpo sin vida de ese hijo que no había regresado a casa la noche anterior.
Mi pequeño corazón se me salía del pecho y con voz entrecortada y sollozando le pregunté a mi papi, “¿Por qué, Papito, por qué mataron a esos hombres?” Sentí esa mano tan grande, cariñosa y fuerte que agarró la mía, y me dijo, “Es porque no conocen a Cristo, hijita. Por eso estamos aquí para enseñarles a amar a Cristo y que esto nunca vuelva a pasar.”
Aunque rodeada de peligro, sentí que desde que mi mano estuviera en la mano de mi papi, yo no tenía nada que temer. Estaba segura. Creo que el amor y la compasión de mi padre me marcó ese día, porque sin recriminaciones ni condenar a uno u otro, ni mucho menos hablar mal de Colombia, me enseñó que Cristo nos ama a todos.
Las manos de mi papito estuvieron allí para alzarnos, abrazarnos, y demostrar su amor al bendecirnos y orar por nosotros. Sus palabras transmitieron amor y seguridad. Con razón que mi imagen de mi Padre Celestial es tan positiva.
Amor y enseñanza en medio de la disciplina:
A veces, como todo niño, yo necesitaba una dosis de la disciplina bíblica bien aplicada. Una ramita de arbusto, delgadita y flexible reposaba sobre el refrigerador. De vez en cuando, mis padres tenían que usarla como “vara de disciplina” cuando los hijos desobedecíamos. Las piernas ardían por los dos o tres leves “latigazos” aplicados con mesura y la lección se aprendía. Pero, mi padre nunca me alzó la mano con ira y el uso de aquella varita siempre fue acompañada de palabras explicativas y de cariño. Nos enseñó cómo reconocer nuestra falta y pedir perdón.
Seguramente las acciones y enseñanzas de mi padre me subieron al primer peldaño de lo que sería un llamado divino a una vida de ministerio en este hermoso país que se volvería mi segunda patria para toda la vida.
Carácter y ministerio:
A mi padre le decían “Don Enrique” o “Hermano Enrique”, aunque su nombre de nacimiento fue Harry Bartel. Nació en un hogar muy pobre en el estado de Oklahoma, EUA. Fue el segundo de doce hijos, y desde los nueve años de edad aró los campos y ayudó con la siembra y cosecha de trigo y cebada.
Por la influencia de su madre, aprendió a tocar la bandola y cantar en el coro de la iglesia. En su juventud, su voz muy baja hacía vibrar los himnos cantados por un cuarteto de voces masculinas.
Sus padres y la comunidad cristiana donde se crió le enseñaron la dignidad del arduo trabajo, de una palabra siempre honesta y transparente, de un carácter noble, de la fidelidad en su fe, su matrimonio y familia. Nunca se avergonzó de tener callos en las manos, aunque las mantenía muy limpias y cuidadas. Demostró personalmente cómo trabajar en lo material y en lo espiritual. Aún años después, ya siendo Superintendente Nacional de las Asambleas de Dios de Colombia, participaba en la construcción o remodelación de las iglesias, como dicen “tirando pala y pegando bloque.”
Mi padre tenía ministerio de pionero, plantador de iglesias. Antes de llegar a Colombia, con mi mami, fundaron una iglesia en Lawton View, Oklahoma entre cuatro culturas: dos tribus autóctonas, los Kiowa y los Comanche; pueblos latinos; y también algunos de habla inglesa. Él predicaba en inglés y traductores transmitían el mensaje en los otros tres idiomas. ¡Qué gozo se sentía en medio del “ruido” bendecido de esas reuniones!
En 1948 el Señor llamó a mis padres a servir como misioneros en Colombia. Después de trabajar unos años en las montañas andinas del Valle y las selvas del Chocó, llegaron en 1955 a Bogotá bajo el Concilio de las Asambleas de Dios. Enrique era el visionario y juntamente con esa superlativa ayuda idónea, mi mami Martha, fundaron la primera iglesia de Asambleas de Dios en la capital, Bogotá, Templo Bethel (hoy Cielos Abiertos). Inspiraron a muchos obreros a fundar escuelas bíblicas filiales y algunas siguen hoy como iglesias organizadas. Fundaron la Iglesia del Norte en Bogotá (hoy Hosana).
En 1966, el Señor los llamó a seguir cumpliendo Su llamado en el norte de México y en California durante treinta años más. Fue ejemplo a seguir. Era emprendedor, con iniciativa propia y no le pedía a nadie que cumpliera una tarea que él no estuviera dispuesto a cumplir también. En las iglesias promovía el ministerio de algún discípulo, estudiante del instituto bíblico, o pastor incipiente. Siempre era amigo, siempre relacional, hospitalario y generoso, conciliador, con sonrisa contagiosa y palabras de ánimo. Tenía un dicho, “Para mí no hay extraño, solo amigos por conocer.” Le testificaba al monseñor, al taxista, al gobernador y al mendigo. Le encantaba organizar campañas evangelísticas (buscaba grandes evangelistas), hacer cultos relámpagos en las plazas centrales de pueblos lejanos, promover celebraciones de Pascuas y Navidad, repartir tratados y orar por los enfermos.
Un legado en mi corazón
Nunca pude identificarme con los amiguitos, hijos de pastores, que renegaban contra su papá porque predicaba una cosa en el púlpito y vivía otra en el hogar. Al contrario, si mi padre predicaba sobre el altar familiar, es porque lo teníamos en casa. Si enseñaba sobre fidelidad matrimonial, es porque lo demostraba en público y en el hogar. Jamás recuerdo que me haya defraudado.
Cuando cumplí diecisiete años, decidimos que yo iría a una universidad cristiana en la Florida, EUA. Me llamó para aconsejarme y amonestarme. “Judy, viajas desde Colombia a una cultura muy diferente. Te hemos enseñado bien. Conoces al Señor y cómo portarte. Confiamos en ti.” Entonces… jamás olvidaré sus siguientes palabras. “Y si alguna vez fallas o fracasas, vente para la casa porque, aunque dolidos y tristes, te seguiremos amando igual.” ¡Qué Padre! ¡Qué amor! ¿Defraudarlo? Ni modo.
Fruto que perdura:
Siempre fue mi inspiración. Pasaron años y recuerdo en una ocasión, cuando él, ya con más de setenta años de edad, se sentía triste pues alguien lo había amonestado diciéndole que por no tener casas ni tierras, él no era próspero, y que él era un hombre de poca fe. Yo recordaba que, cuando joven, él había dejado una carrera como empresario que prometía muchos bienes; y más bien decidió seguir el llamado del Señor al ministerio de tiempo completo.
Esa noche nos sentamos con cuaderno en mano a anotar todas las iglesias que había ayudado a fundar; cada una con su pastor aprendiz y con obreros reclutados localmente. ¡La lista llegó a sesenta! Decidimos parar; seguramente se nos habían quedado unos en el tintero. ¿Próspero? ¿Qué más próspero se puede ser que tener esas abundantes gavillas para colocarlas como ofrenda a los pies del Cordero allá en Gloria? ¡Qué ejemplo a seguir hoy cuando se oye tanta “predicación” contraria!
Terminando la carrera en triunfo
Nunca pudo aceptar la jubilación. Siempre quería plantar otra iglesia o dar un testimonio más. Nosotros, sus hijos, ministrábamos como misioneros en diferentes partes del mundo; así que, mis padres bondadosamente eligieron pasar sus últimos años viviendo en un hogar para misioneros ancianos en Springfield, Missouri. Los visitábamos cada vez que podíamos. Cerca de cumplir los noventa años, mi padre empezó a confundirse y a veces pensaba que seguía en el campo misionero. Se paraba en el comedor comunitario a predicar a veces en inglés, a veces en español, a veces en alemán, a veces en plautdeutch (los cuatro idiomas que hablaba).
Una enfermera que lo cuidó me contó que en esos meses antes de que él pasara a la presencia del Señor, ella se había “entregado al Señor” por lo menos “cuatrocientas” veces con él. Según ella, cada vez que llegaba a su cuarto a atenderlo, mi padre le agarraba el brazo y no la soltaba hasta que repitiera la oración de fe. Aunque su cuerpo fallecía, y a lo último su mente le fallaba, su espíritu seguía intacto cumpliendo el mandato del Señor — “predicad el evangelio”.
¡Cuánto más podría escribir de mi padre! Su ejemplo ha marcado a muchos, entre ellos, a mí, a mi hermana, y a mi hermano, Esteban Bartel. Esteban también es un padre extraordinario y ejemplar (cuatro hijos biológicos, tres hijos adoptivos y unos veinticinco de crianza). En las familias de sus hijos, sigue la bendición generacional.
Mi padre no fue perfecto pero sentó el precedente de vivir según los valores y principios bíblicos lo mejor que pudo. Seguir en sus huellas es honrar su memoria.
Quizás usted no tuvo un padre como el mío que influyera en su vida y futuras generaciones; pero, si usted es papá, esta es su oportunidad de marcar una nueva pauta. Usted, como el mío, puede tener la bendición de ser un padre ejemplar para influir positivamente en la vida de muchos y transmitirlo de generación en generación.