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Entretelones de un discipulado eficiente: desde la experiencia del joven Marcos

Por publicado originalmente en CONOZCA edición 2024.2

Por Edgardo Muñoz

Desde hace algunas décadas, la jerga evangélica incorporó la palabra “discipulado”, como consecuencia de cierta metodología eclesiológica que cobró popularidad. El término quedó instalado, y se extendió aun al ámbito educativo. Obviamente Jesús mandó hacer discípulos, lo que incluye una relación directa, cara a cara.  Resulta imposible pronunciar: “Discípulo”, mientras se proyecta en nuestra mente la imagen de varias personas frente a un maestro distante.

Un discípulo es un aprendiz que observa y oye a su maestro realizar la tarea, cada día. Y así asimila el modelo, las técnicas, las posturas y hasta los hábitos y pensamientos. El discípulo busca transformarse en una réplica de su maestro. Esto aseguró Jesús, hablando del juicio, que el discípulo no es superior a su maestro, más cuando fuere perfeccionado, será como él (Lc.6:40). El caso práctico se halla en Hechos 11:26, donde a los primeros discípulos se les llamó cristianos (o mejor dicho “pequeñas réplicas de Jesús” o peyorativamente “cristitos”).

A estas alturas todos estamos de acuerdo, pero tal vez, no advertimos que en ocasiones profesionalizamos nuestra acción discipuladora, y limitamos nuestra función a tiempos formales y sujetos a un programa. Un líder de la educación cristiana de las Asambleas de Dios en Latinoamérica predicó ante una multitud que “a veces un café entre el maestro y el discípulo surtía mejor efecto que una clase” (Jon Dahlager, en la reunión de la Comisión Administrativa del Servicio de Educación Cristiana en Costa Rica, Abril de 2024). Nada más preciso que esta declaración para entender que el discipulado se debe practicar “in catedra”, pero también “ex catedra”.  Ambas caras del discipulado nos permitirán, enfrentar no sólo los logros, sino también los fracasos de los aprendices. Y éstos últimos, ejercen a veces los mayores rendimientos didácticos si sabemos acompañar al caído hasta su restauración.

Hablemos del caso práctico de Juan Marcos

En una de sus últimas cartas, desde la cárcel, Pablo escribe a Filemón: “Te saludan Epafras… Marcos, Aristarco, Demas y Lucas, MIS COLABORADORES” (Flm.23-24). Un colaborador no es un subalterno, sino alguien que trabaja a la par. La palabra griega que se traduce como colaborador es: synergos, donde syn significa: igual, al mismo tiempo, a la par, el mismo, y ergos significa trabajo. Un synergos era uno que trabajaba “hombro a hombro”. El gran apóstol consideraba a Marcos como su compañero al mismo nivel que Aristarco, Epafras, Demas y Lucas.

Unos dos años después, Pablo escribe a los Colosenses 4:10-11, que Jesús el Justo y Marcos, fueron los únicos israelitas que, además de colaborar con él, lo consolaron en la cárcel. Marcos se había transformado en un colega tan importante de Pablo, que éste pide a los de Colosas que lo reciban y traten bien. Marcos viaja de Roma, donde estaba el apóstol, a Colosas, y allí se queda por algunos meses. Sin embargo, Pablo comenzó a extrañarlo, lo necesitaba, y escribe a Timoteo, que se hallaba en Éfeso, ciudad vecina de Colosas: “Sólo Lucas está conmigo. Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio.” (2 Ti. 4.11). En este caso, euchrestos (útil), da la idea de provechoso, buen servicio, buen uso, QUE HACE BIEN).

Podría decirse que Marcos era de aquellas personas con las que todos quisieran trabajar, y tenerlo de compañero. Así es que Marcos viajó con Timoteo a Roma, y se quedó con Pablo.

Posteriormente Pedro viaja a Roma, y desde allí escribe: “La iglesia que está en Babilonia, elegida juntamente con vosotros, y Marcos, mi hijo, os saludan” (1 Pe.5:13). Para que Pedro afiliara a aquel joven, seguramente habrá experimentado altas satisfacciones en su desarrollo y comportamiento. Podríamos concluir que, tanto para uno, como para otro de los dos grandes apóstoles, Marcos era un útil siervo de Dios, tenido en altísima estima y con un testimonio ejemplar. El perfil de obrero que en nuestros días necesitamos. Pareciera mentira que, aproximadamente siete años atrás, Juan Marcos experimentó el peor de sus fracasos, casi malogrando el primer viaje misionero de Saulo y Bernabé. Repasemos su vida y su historia poco promisoria.

El único Evangelio que relata la huida del jovencito semidesnudo, es el atribuido a Marcos. Los versículos 51 y 52 del capítulo 14 hacen de este relato una peculiaridad, que, ante la opinión de algunos críticos, sólo pudo ocurrirle al autor. ¡Vaya manera de aparecer en las Escrituras! Cualquiera hubiese preferido el llamado magistral de Jesús, pero huir en un estado vergonzoso, sólo es atribuible a un joven, casi niño.

La siguiente alusión, y más directa a Juan Marcos se halla en Hechos 12:12. Allí, luego del martirio de Jacobo, Pedro, que correría el mismo destino, es milagrosamente liberado. La iglesia, que hacía sin cesar oración por este milagro, estaba reunida en la casa de una tal María, madre de Juan, que tenía por sobrenombre Marcos.

Cuando el apóstol, finalmente, es recibido en la casa, habrá conocido a Marcos, y éste se habrá apegado a quien la iglesia tanto valoraba y por quien tanto clamaba. Fácil de imaginar es, a Marcos, el niño, sentarse a los pies de Pedro para oír sus relatos y vivencias con Jesús. Con toda justicia opinan muchos, que su Evangelio fue producto de la compilación intencional de las memorias de Pedro.

Dejemos a Marcos por un rato, mientras el niño continúa su desarrollo hacia la juventud. Ocupémonos de la historia de un pariente de este muchacho.

La iglesia recién conformada, luego de Pentecostés, consideró que la manera más urgente de practicar la caridad que el Espíritu Santo generaba en sus corazones consistía en alimentar a los hambrientos, que no eran pocos. Los creyentes aprovisionados, de una manera espontánea vendían sus posesiones para dejar en manos de los apóstoles el dinero, y así proveer a los que lo necesitaban para sobrevivir. Entre aquellos creyentes había un levita chipriota, radicado en Jerusalén, que, movido por el Señor, comprendió que su herencia era menos valiosa que el hambre de sus hermanos en Cristo. Se llamaba José, y la totalidad de lo vendido fue a las mesas administrativas que los apóstoles operaban. Tal vez por esa intervención de generosidad tan oportuna para el momento, le pusieron por sobrenombre Bernabé (del hebreo “bar”: hijo y “nabas”: consolar, predicar, confortar, profetizar, Hch.4:36-37).

Con el transcurso de los meses aparece en escena un arrogante joven, lleno de ideales. Se había preparado en la mejor universidad teológica de la época, su director, Gamaliel, gozaba de enorme prestigio y protagonismo en las Escrituras. Este joven, Saulo, disfrutó sádicamente el homicidio de Esteban, mientras cuidaba las ropas de sus asesinos. Halló en aquel desagradable episodio, que lo suyo era servir como policía de la fe, una fe truncada y equivocada. Saulo redobla la apuesta, mientras pide la licencia para ejecutar más seguidores de Jesús.

Finalmente se dirige al norte, Damasco. Poco antes de llegar, Jesús mismo le aparece, y su historia da un giro de ciento ochenta grados en sus convicciones, aunque no varió su trayecto en el mapa. Llega a Damasco, y un discípulo damasceno, llamado Ananías pone en palabras lo que Jesús hizo con su presencia horas antes. ¡Ahora Saulo era un discípulo de Jesús! La ciudad, programada para el exterminio de creyentes, ahora contaba con un elocuente evangelista, el mismo que días antes quería erradicar el Evangelio.

Tanto molestó a los judíos la conversión de Saulo, que buscaban la manera de eliminarlo. Pero el Señor tenía planes a largo plazo. Desciende del muro de la ciudad en un canasto y viaja a Jerusalén.

Las historias individuales se cruzaron y asociaron, cuando los frescos recuerdos que la iglesia de Jerusalén conservaba de Saulo, impedían que fuese recibido con las puertas de par en par. Casi nadie daba crédito a un hombre que había llevado al suplicio a tantos hermanos, ahora predicase la fe que perseguía. Nadie daba su voto a favor, nadie ponía la firma de garantías hasta que, nada menos que el piadoso, el hijo de consuelo, Bernabé, debidamente acreditado ante los apóstoles, introdujese al penitente. Vasija y tapa son confeccionadas por diferentes alfareros y pasan por distintos hornos, pero ¡qué bien encastran, la una con la otra!

Las acechanzas para el recién convertido continuaban en Jerusalén, por lo que, para mantener la paz lo envían a su ciudad de nacimiento, Tarso, en Asia Menor.

El asesinato de Esteban había sido un verdadero sacudón para la iglesia. El tal fue suficiente como para dispersar a los creyentes más temerosos, y así, ellos esparcir la semilla. Sólo que el foco de la evangelización se centraba únicamente en los judíos. Pero Antioquía de Asia Menor recibió a unos evangelistas de Chipre y Cirene que incluyeron a los gentiles en su prédica. La consecuencia no tardó: el Evangelio estalló en multiplicación, y las noticias llegaron a Jerusalén. Como Bernabé era un varón piadoso y lleno del Espíritu Santo y fe, además de chipriota, lo enviaron a pastorear la flamante iglesia de Antioquía.

El mismo que introdujo a Saulo ante los apóstoles, se encargó de iniciarlo en el ministerio como su pastor asociado, por lo que se dirigió a Tarso, distante a pocos kilómetros y lo trajo. Desde ese momento, el levita y el benjamita, el siervo de Dios y el maestro de la ley habrán tenido suficiente tiempo de gozarse en las Escrituras. Bernabé se transformó en un excelente discipulador de Saulo.

No pasó tanto tiempo que, Antioquía, deudora de Jerusalén por su origen de la fe y su piadoso pastor, toma conocimiento de una fuerte hambruna, gracias a la ministración de un profeta. Poco tardaron en reunir provisiones y enviar a Bernabé y Saulo con ellas.

Ya regresados, y pasado un tiempo, se hallaban todos los obreros locales en búsqueda del Señor. Allí el Espíritu les habló sobre el primer viaje misionero de Pablo y Bernabé. Necesitaban un ayudante, alguien que siguiera sus pasos, pendiente de lo que necesitaran y dispuesto a cargar las maletas. Una vez más las historias se conjugan, y Bernabé recuerda a su primo Juan Marcos, a quien convoca para la tarea. Hechos 13:5 emplea una palabra sugerente para la designación del muchacho: “uperetes”, obviamente nada halagadora. Sin embargo, la humildad debe constituir la base de todo discípulo.

La primera escala del viaje fue Chipre, la tierra de Bernabé, sus padres, sus tíos y tal vez sus abuelos. Recorrieron la isla mediterránea de un extremo al otro. Regresan al continente, a la región de Panfilia en el puerto de Perge, en la mitad de la costa sureña de Asia Menor. Allí Marcos decide abandonarlos y regresar a Jerusalén, con su madre María, chipriota y tía de Bernabé. Este fue el gran fracaso de su iniciación en el ministerio. Los misioneros quedaron sin ayudante, la sucesión de oficios quedaba truncada, entraron en crisis, peligraba su primer viaje.

¿Por qué razón Marcos habrá renunciado a su compromiso? ¿Cuál habrá sido el detonante? ¿Qué ocurrió en Chipre para que el joven desease volver con su madre? ¿Habrá oído alguna triste historia? ¿No estaba maduro para continuar? El silencio de Lucas abre un ventanal de imaginaciones. Pero el hecho fue el abandono. Y a Pablo nunca le gustaron los abandonos.

Los compañeros regresaron de aquel viaje para reanudar su pastorado. Mientras tanto, la explosión de creyentes acercaba el porcentaje entre judíos y gentiles. Claramente, los primeros se sentían con mayores derechos que los gentiles, y los presionaban para judaizarse primero y luego “acristianarse”. Hizo falta un concilio en Jerusalén, el primero, para definir la modalidad a cumplir. A este concilio fueron convocados Pablo y Bernabé, expertos en predicación transcultural.

Cuando la iglesia asumió la integración de los gentiles, sin mayores demandas, Pablo invita a Bernabé a un segundo viaje misionero, para supervisar las obras establecidas. La felicidad por esta nueva travesía quedó interrumpida cuando Bernabé propuso la inclusión de su primo Juan Marcos en el viaje. Pablo se mantuvo firme en la negativa, por razones bien detalladas en Hechos 15:38. Para Pablo, Marcos se hallaba en una lista negra e indeleble. Reprobado para siempre en lo referente al ministerio.

En cambio, el hijo de consuelo que una vez se arriesgó por Saulo ante los apóstoles, estuvo dispuesto a hacerlo otra vez por Juan Marcos. Su espíritu piadoso y restaurador lo enfrentó y distanció de su gran amigo. Mientras Pablo llevó como compañero a Silas, y más tarde como ayudante a Timoteo, Bernabé tomó a Marcos para su propio viaje misionero.

No sabemos cómo fue el itinerario de Bernabé y Marcos. Pero Lucas resaltó que la primera escala fue Chipre. Aquella isla en la que Marcos comenzó a trastabillar. En esta gran isla de sus antepasados comunes, Bernabé afirmó los inseguros pasos del caído. Restaurar significa hacer caminar al discípulo nuevamente en aquel mismo lugar donde anteriormente cayó. Y allí Marcos aprendió a caminar. Gracias a ese discipulador piadoso y compasivo, aquel joven inmaduro llegó a ser provechoso para ejercer un gran ministerio… y hombro a hombro con quien años atrás había defraudado.

El discipulado es clave para forjar ministros de peso. Pero durante el proceso, algunos maestros reprueban su misión, olvidando que para discipular hay que valorar, amar y restaurar a los que Dios llamó. Sobre todo, tener la paciencia de acompañarlos a su punto de partida, y transitarlo una y otra vez hasta que se sientan seguros. Si queremos tener colegas dispuestos a trabajar hombro a hombro con nosotros, seamos maestros dispuestos a caminar, hombro a hombro con nuestros discípulos.

Edgardo Muñoz


 

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