Joyce Wells Booze
Eran dos niñitas muy calladas y juiciosas. La primera vez que asistieron a mi clase de párvulos, lo único que pude saber fue que la mayor tenía cuatro años de edad y que se llamaba Sarita. A la menor le decían Nena y prorrumpió en llanto cuando sugerí que fuese a otra clase. De manera que traje dos sillitas, puse una junto a la otra, y continué con las actividades de mi clase.
Mi clase de párvulos nunca hubiese ganado premio alguno. La pequeña aula que se nos había asignado estaba apiñada de niñitos todos los domingos. Nuestra iglesia ubicada en una esquina de mucho tránsito en una ciudad grande, crecía con tanta rapidez que apenas si teníamos lugar para las clases. De manera que se les dio a los párvulos una salita que aun no había sido terminada, al pie de las escaleras que conducían a los departamentos de principiantes y primarios. Los que llegaban tarde a sus clases tenían que pasar por nuestra salita.
Todos los domingos, nuestra clase comenzaba cantando alegres coros. El volumen compensaba la falta de cualidades musicales.
A continuación orábamos. Los niños hacían peticiones de oración y luego cantábamos algún corito alusivo.
Después de la oración, narrábamos una historia y luego los niños pasaban a colorear algún dibujo a hacer algún trabajo manual. Había tan poco espacio en aquella clase, que era imposible usar la mesa. Resolvíamos el problema haciendo arrodillar a cada niño en frente de su silla y usar el asiento como escritorio.
El primer domingo que asistieron Sarita y la Nena, la confusión era peor de lo acostumbrado. Una niñita cuyos padres se hablan divorciado comenzó a sollozar cuando yo mencioné a nuestro Padre Celestial y su amor. No pudimos tranquilizarla, de manera que mi ayudante la llevó para que estuviera con su abuelita con quien había venido a la iglesia. Mientras mi ayudante estaba ausente, dos niños a quienes se les había estado ayudando se disputaban los lápices de color, y uno de ellos le pegó al otro.
Aquel día hubiera sido muy fácil para mí presentar mi renuncia a la enseñanza de la clase de párvulos. Yo no había cumplido aun veinte años. El arreglármelas todos los domingos con quince a veinticinco párvulos requería mucha oración y preparación. Había asistido a varios cursos de preparación para obreros, y había leído el libro sobre cómo entender a los párvulos, pero aquellos libros no abarcaban situaciones como la mía.
Pero seguí trabajando, y Dios me ayudó. Aprendí que cuando yo faltaba un domingo, era difícil hacer que los niños retomaran a su acostumbrada rutina. Por eso faltaba lo menos posible. Esto significaba que debía quedarme en la ciudad durante las fiestas, cuando en realidad quería tomarme vacaciones de fin de semana.
Tenía días buenos y días malos. Algunos domingos, el período de adoración transcurría muy bien, pero en otras ocasiones el comportamiento irregular de alguno de los niños impedía que la lección transcurriese como lo había planeado.
A pesar de todo, Sarita y la Nena no faltaban casi nunca. Cantaban, daban una ofrenda, inclinaban la cabeza durante la oración, y escuchaban atentamente la historia bíblica; pero hablaban muy poco.
Yo me preguntaba a veces cuánto aprendían aquellas niñitas de la lección, si es que aprendían algo. Sus padres las traían y se las llevaban, pero nunca asistían ellos mismos a la iglesia.
Pasaron dos años cuando la mama de Sarita enfermó. La llevaron al hospital, pero no mejoraba. Finalmente los médicos le dijeron a su esposo que le quedaba poco tiempo de vida, y aconsejaron que trajera a Sarita y a la Nena al hospital para la visita final.
Aunque no se les dijo a las niñitas la gravedad de la situación, Sarita, que contaba ahora 6 años de edad, se dio cuenta de inmediato que alga andaba muy mal. Observaba la ansiedad reflejada en el rostro de sus padres y recordó las oraciones de los domingos por la mañana en la escuela dominical.
‑Mamá -dijo Sarita -en nuestra escuela dominical siempre oramos. Mi maestra dice que Dios nos escucha y contesta nuestras oraciones. ¡Voy a orar por ti ahora mismo!
Antes de que nadie se diera cuenta de lo que la niña se proponía, Sarita se arrodilló junto a una silla y oró para que su mamá mejorara. Se puso de pie con fe y dijo: ‑Ahora te mejorarás, mamá.
Para sorpresa de los médicos, la madre de Sarita se mejoró. Aceptó al Señor Jesucristo como su Salvador personal, y ella y su esposo comenzaron a asistir a la iglesia regularmente.
Todavía recuerdo aquellas agitadas mañanas de domingo con veinticinco párvulos en una salita que no tenía las comodidades necesarias. Las interrupciones, la falta de espacio, y el equipo inadecuado me habían impulsado a veces a presentar mi renuncia. Pero en aquella clase de la escuela dominical, una niñita calladita había captado una verdad repetida con frecuencia, que Dios oye nuestras oraciones –y las contesta. El creer en aquella verdad cambió su vida y la de su familia. Poco después de la sanidad de la mamá, el padre de Sarita aceptó al Señor Jesucristo como su Salvador personal durante un programa de Navidad. Sarita y la Nena crecieron en un hogar cristiano.
Esta historia tiene una enseñanza para los maestros de la escuela dominical y los obreros que trabajan con los niños, que se desenvuelven en una situación difícil: Nunca se dé por vencido. El equipo con que cuenta quizás sea limitado, y su clase estará lejos de reunir las condiciones ideales. Las frustraciones quizás le impiden que lleve a cabo todo lo que quisiera para gloria de Dios. Pero siga trabajando; trate de corregir tantas deficiencias como le sea posible. Y ¡Nunca se dé por vencido! Si tanto su enseñanza como su vida cristiana son consecuentes con la Palabra de Dios, el Espíritu Santo trabajará con usted a fin de obtener resultados en la vida de aquellos a quienes usted les imparte enseñanza.





